sábado, 21 de agosto de 2010

MONTEAGUDO Y SANCHEZ CARRION

Se ha hablado mucho en nuestra historia de la oposición irreductible entre Monteagudo y Sánchez Carrión. Oposición ideológica entre el pensamiento de la monarquía y el pensamiento de la república. Antinomia personal entre un autoritario y un liberal, entre un ateo y un creyente. Monteagudo, decepcionado, cruel, despótico, ávido de realidad y de poder. Sánchez Carrión, férvido, entusiasta, generoso y humanitario y, sobre todo, romántico, con el teoricismo sagrado de los libros no confrontados aún con la realidad y con la vida. Hombres antagónicos no sólo en la acción, sino hasta en el temperamento y en los gustos. El argentino sensual, epicúreo, dominado por el gusto del placer y la ostentación. El peruano, con su pobreza de colegial-maestro, su sobriedad y su desinterés de jacobino o de fraile.


A la idea de su oposición esencial ha contribuido sobre todo la dramaticidad que revistió en todo momento la confrontación de ambos espíritus. La primera vez, en el sombrío salón de actos de la Universidad. Monteagudo, presente en persona, presidiendo la Sociedad Patriótica, la mirada penetrante clavada en el auditorio con fijeza de inquisidor. Y el espíritu gallardo de Sánchez Carrión, ausente de la Sociedad, irguiéndose en la Carta del Solitario de Sayán con un chasquido de látigo. Más tarde, el uno tras los muros del Palacio virreinal, siniestro y sigiloso, como fiera en acecho, el otro en la plaza caldeada de tumulto, confundido entre la muchedumbre, dejándose arrastrar por la embriaguez demagógica. Hasta entonces lejanos y desconocidos el uno para el otro,

pero ya definitivamente contrapuestos. Monteagudo parte desterrado por obra de los republicanos y pocos meses después el tribuno pide en el Congreso que la cabeza del monarquista sea puesta a pre- cio si vuelve a pisar el suelo de la democracia. Monteagudo vuelve, sin embargo, desafiando al pueblo y a la ley dietada por el pueblo, para servir de consejero autocrático a Bolívar, gran desdeñador de pueblos. Entonces el primer encuentro frente a frente. Los dos sabiéndose rivales hasta la muerte. Los dos dispuestos a luchar por el triunfo inmediato y por el póstumo. Huraños los dos para reconocerse y saludarse, con el fanatismo refractario de dos ideas antagónicas. Y Bolívar entre ellos provocando las sobremesas del campamento, el placer del diálogo afilado y brillante, a veces como acero, a veces como zarpazo. Y, por último, la trágica emboscada. Monteagudo que gana terreno en el ánimo de Bolívar para la autocracia. Y un negro que le atraviesa el pecho con un cuchillo, en una calleja de Lima oscura como una conjuración. Pocos meses más tarde,

Sánchez Carrión muere en el pobre pueblo de Lurín, según el rumor público envenenado por un satélite de Bolívar. Asombra ahora comprobar, a la distancia de la historia, la perfecta analogía de estos dos espíritus tan disímiles en su tiempo. Su radical oposición de entonces se resuelve en identidad.La Carta del Solitario de Sayán no dice nada fundamentalmente distinto de la "Memoria de los principios que seguí en la Administración del Perú". Hay, acaso, tan sólo una diferencia de énfasis. La controversia entre Monarquía y República fue únicamente formal. Los defectos que ambos espíritus comprobaban y trataban de corregir en nuestra realidad eran los mismos y los remedios idénticos, salvo en la mera apariencia gubernativa. El espíritu avizor de ambos se demuestra en la auscultación de los defectos del carácter peruano. Aciertan ambos cuando apuntan que el vicio más característico de nuestro pueblo es el servilismo. No importa que Monteagudo deduzca de ahí la imposibilidad de fundar un régimen democrático digno y libre. Ni que Sánchez Carrión arguya que la única forma de levantar al pueblo envilecido es otorgándole los derechos de un pueblo soberano. La coincidencia está en el fondo: ambos piensan en la inferioridad peruana para la democracia y ambos veneran a ésta como forma inasequible y pura.

Monteagudo no odiaba a la República. La admiraba y la temía como a una quimera o a una meta distante en otros países. En el Perú la creía francamente inadaptable. Era un régimen para hombres libres. La Monarquía no era para él una fórmula, sino una experiencia: la experiencia de la esclavitud. "No habría tiranos si no hubiese esclavos", escribe. Hallaba en nuestro país el hábito de obedecer a la fuerza porque nunca ha gobernado la ley, el triunfo constante de la adulación y la bajeza, la postergación de la virtud y del mérito.

No es muy distinta la comprobación de Sánchez Carrión. Reprueba la Monarquía porque ésta acentuaría "la blandura del carácter peruano", la propensión criolla a la adulación y a la bajeza. "Seríamos excelentes vasallos; nunca ciudadanos -dice el Solitario de Sayán-, tendríamos aspiraciones serviles y nuestro mayor placer consistiría en que Su Majestad nos tendiese su real mano para que la besásemos, solicitaríamos con ansia verle comer y nuestro lenguaje explicaría con propiedad nuestra obediencia". ¿No es la misma convicción que en Monteagudo? Podemos ser "excelentes vasallos", nunca ciudadanos. Pues, a establecer la Monarquía con tales arquetipos, exclama Monteagudo, y le responde Sánchez Carrión: "¡Eso sería fomentar el servilismo!".

Asombra, también, al recorrer el pensamiento de Sánchez Carrión, la exactitud de sus observaciones sobre el carácter peruano y la fijeza psicológica de éste, transmitida por la herencia: Apuntaciones contemporáneas parecen estas sobre el oportunismo criollo: "En primer lugar, hemos heredado de nuestros antiguos señores el detestable espíritu de pretenderlo todo y de consiguiente todas las formas de que es preciso vestirse para conseguir el fin, conviene a saber, la bajeza, la adulación y el modo de conseguir con las flaquezas del que puede o debe conceder la gracia, creyéndonos aptos para todo, poco premiados con cuanto nos dan y dignos del empleo más

eminente, aunque falten aptitudes y por más que la comunidad perjudique con nuestra colocación. De aquí se infiere que aún puestos con justicia nos damos por mal servidos, maldecimos el sistema concibiendo que el único es aquel en nuestro amor propio saca todo partido posible".

La República no es, en realidad, un organismo político, sino un organismo moral. No se crea por las leyes, sin por los hombres. Por eso ambos quieren reformar al Perú, el uno por la ilustración y el otro por la virtud. Técnica y eticismo, diríamos ahora. "El mejor modo de ser liberal --dice Monteagudo-- es promover la ilustración necesaria para una República". "Sin el influjo de la moral --escribe Sánchez Carrión-- no puede haber República". Y el Congreso Constituyente de 1822, inspirado por él, hace de la virtud el primer atributo republicano. "Se hace indigno del nombre de peruano --dice el artículo 14 del Proyecto-el que no sea justo y benéfico, el que no cumpla con lo que se debe a sí mismo". Y el Exordio de la Constitución proclama "no habrá más preferencia que las que den el mérito y la virtud". Para ser diputado o senador, se requeriría --¡divina inocencia!-- "gozar del concepto de tina probidad incorruptible y ser de conocida ilustración".

El liberal y autoritario coinciden también en el respeto de la ley. El mal del Perú era, para Monteagudo, el de que entre nosotros nunca había gobernado la ley. El gran peligro del siglo no era el despotismo, "sino más bien la poca obediencia de los gobernados'". Sánchez Carrión asiente desde El Tribuno de la República Peruana: "Un pueblo que no se obedece a sí mismo está muy atrasado en la carrera de la libertad". "Para ser libre es indispensablemente necesario obedecer las leyes que custodian las preeminencias propias".

El atributo por restablecer en nuestros pueblos, es lógicamente el mismo para ambos tribunos: la dignidad. Esta consiste, en primer lugar, en el mantenimiento de sus derechos y en el cumplimiento de los deberes republicanos. La dignidad consiste para Monteagudo en no permitir la vejación de sus derechos. El pueblo que olvida su dignidad resulta esclavo. Y Sánchez Carrión se jacta como de un blasón de su "dignidad de hombre libre", parte esencial de la soberanía. "Nuestra emulación debe consistir --escribe--"en ser cada día más austeros, más moderados". Pero, sobre todo, la dignidad republicana consiste en anteponer la conveniencia pública al interés personal. A eso es a lo que Sánchez Carrión llama, con acierto formidable, "la caridad civil".

Y no obstante que el diálogo ha terminado, están vivientes todavía los reproches de Monteagudo y Sánchez Carrión. No hemos establecido la República que ellos soñaron. Ella seguirá siendo imposible y utópica en tanto que nuestros defectos sean, hoy como ayer, el servilismo, la falta de virtud, de dignidad, el odio a la inteligencia y la ilustración y, sobre todo, la falta clamorosa de caridad civil.

2 comentarios:

  1. Sanchez Carrión sirvió antinómicamente a quien después de Ayacucho antepuso su interés y su deber personal a la conveniencia pública

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