sábado, 21 de agosto de 2010

HOMBRE REPRESENTATIVO DE LA INDEPENDENCIA - Por:Raul.P.B.

A la luz de la Historia y en la lejanía serena del tiempo, se puede afirmar, sin jactancia ni desmedro, que Sánchez Carrión es la figura representativa de la Independencia del Perú. Por imposiciones de la naturaleza, por el mandato geográfico de su territorio, el Perú, centro de la dominación española en América y de los más poderosos elementos de reacción, no pudo obtener su terca obsesión de libertad, desde el levantamiento de Tupac Amaru en 1780, y a él convergieron las corrientes libertadoras del Sur y del Norte, para reñir la batalla final de América, por un ejército coaligado de peruanos, argentinos, colombianos y chilenos, en el campo fraternal de Ayacucho.


El Perú tuvo que ceder, con sacrificio y postergación abnegada de sus caudillos militares y civiles, la dirección de la guerra y aún la del Estado, a los más conspicuos generales de América, adiestrados en la contienda iniciada en la periferia del poder español cuyo reducto militar eran los Andes peruanos. Al hacerlo dio prueba de su decisión para la libertad y ejemplo de su devoción a la idea de la solidaridad continental.

Terminada la guerra de la Emancipación, a la que prestó el mayor contingente humano y el estoico sufrimiento de sus pueblos para soportar los padecimientos y estragos materiales de la contienda, sostenida con sangre y sudor peruanos, no le tocaron en los repartos del triunfo las ventajas políticas ni las económicas y aún vio oscurecidas las de su gloria. No le fueron ratificados los viejos títulos de su heredad cultural y política; arruinó su hacienda por media centuria, para pagar los gastos de la empresa común y aún perdió, por obra de denuestos palos de yangüeses extraños y de curas, amas y bachilleres propios, la confianza en sí mismo y en la primacía de su destino civilizador.

La más honda disminución producida por la guerra de la Independencia en el patrimonio espiritual del Perú, fue acaso en el campo histórico. Escrita desde fuera, en la embriaguez de los caudillos regionales y en la exaltación de las figuras próceres, se exageró la acción individual, como en las viejas crónicas de la conquista escritas en loor exclusivo del capitán, contra las que resonara ya la ronca protesta miliciana del gran soldado raso de la guerra y de la crónica que fue Bernal Díaz del Castillo. Se olvida sobre todo, al pueblo de la Emancipación, que era en su mayoría, en la campaña final, en ambos bandos, pueblo del Perú, en guerra civil de largos siglos.

La historia de nuestra Emancipación se escribió así, principalmente, por argentinos, colombianos y chilenos. En aquellas grandes historias la acción peruana sufrió olvido, cuando no mutilación o desmedro interesado. No aparecieron en el horizonte heroico ni el cuadro peruano diezmado en la batalla en la posición menos ventajosa; ni el guerrillero invencible en la breña natal y pieza de ataque en las grandes jugadas de los estados mayores; ni las poblaciones saqueadas e incendiadas por su amor a la patria; ni los guías baquianos indispensables a los ejércitos; los mensajeros que sabían morir en estoico silencio bajo las arcadas de los portales coloniales, las mujeres o los estudiantes que proveían de vendas, de víveres o de municiones; ni mucho menos el pueblo que entregaba el fruto de sus cosechas y sus ganados, forjaba en las maestranzas lanzas,

estribos y herraduras, fundía las alhajas de las casas y las iglesias para comprar fusiles y caballos, y salía a recibir, con estrofas cívicas, arcos de flores y dulzainas criollas, el paso de los libertadores. Todo este esfuerzo constante, denodado y humilde, como el de las bajas de los cuadros extranjeros, silenciosamente cubiertas por reclutas peruanos, fue preterido, después de la campaña en que Castilla estuvo preso, Riva-Agüero, el primero de los conspiradores y caudillos peruanos, desterrado e infamado, y de que. en los partes de Junín y Ayacucho, se amenguó el esfuerzo de los jefes y soldados peruanos.

La historia de la libertad no había comenzado tampoco en 1820 o en 1824, en que arriban las expediciones libertadoras del Sur y del Norte, ni éstas trajeron una semilla desconocida. La historia americana del siglo XIX, aristocrática e individualista, ceñida al culto cesáreo de los caudillos, desdeñó la etapa oscura, penosa, pero preñada de gloria y de dolor de los precursores. En esos cincuenta años, sin embargo, ¡cuántas amarguras, cuántas zozobras y callados heroísmos y rebeldías! Túpac Amaru, el indio de la mascapaicha roja y el Sol de los Incas sobre el pecho, arrastrado miserablemente por los caballos implacables de Areche, después de haber paseado el suntur páucar de sus antepasados por la meseta del Collao. Aguilar, contando en la cárcel, en renglones rimados, las horas de la angustia fatal. Zela, cerrando los ojos en el presidio malsano de Chagres, lejos de todo bondadoso regazo. Melgar, el adolescente enamorado de Silvia, con el cráneo perforado por las balas, no sólo por haber hecho relampaguear el cañón insurgente en Humachiri, sino, acaso, también por haber revivido la más auténtica queja peruana: el yaraví. Pumacahua, colgado en Sicuani, los Angulo en el Cuzco; Gómez, Alcázar y Espejo en Lima, y los mil héroes anónimos de las casasmatas y de los presidios y de las carnicerías de Checacupe, de Chacaltaya, Huanta, y el puente de Ambo, cuyos defensores blanquearon con sus huesos la pampa de Ayancocha. ¡Ellos bastan para honrar la historia de cualquier pueblo!

¡Cincuenta años de trabajo costó la libertad en el Perú! Y en la primera categoría de los libertadores están los precursores ideológicos, los maestros que difunden, como Baquíjano y Carrillo, Rodríguez de Mendoza o Unanue, la cultura, la ilustración y el amor a la tierra, destierran la Escolástica y el silogismo y enseñan a pensar libremente, los hombres de pensamiento que embebidos en la lectura de la Enciclopedia, como Olavide, desafían a la Inquisición, se escriben con Voltaire y fundan las logias liberadoras; los jesuitas expulsados de su tierra natal, como el arequipeño Vizcardo, que, encendida en reproche el alma volcánica, escribe para la patria distante, que nunca volvería a ver, aquellas palabras invictas de la Carta a los Americanos, que el propio precursor Miranda imprimió en volantes para prender con fuego peruano, en el erial venezolano de 1806, la chispa de la insurrección americana. El máximo precursor de la independencia peruana, en los días en que Mariano Moreno llamaba a Abascal "el Visir de la América del Sur", es Riva-Agüero, sinuoso y múltiple, alma americana 1810, maniobrador de diarios y correspondencias secretas, que se juega la cabeza escribiendo el lúcido folleto de las 18 causas que fundamentan la Emancipación y que, aunque vista la casaca encarnada del regimiento de la Concordia o se cuelgue al pecho la cruz de Carlos III, es el señor de la popularidad mandinga de Lima, el director de todas las conspiraciones en celdas y salones, el autor de los ajetreos del Ayuntamiento y de los planes militares enviados a San Martín para la toma de Lima, maniobrador eterno, inasible como una sombra. Riva-Agüero, puesto de lado por su peligrosidad política por San Martín y Bolívar, estuvo a punto de obtener la libertad del Perú, sin tutelas extranjeras, unido al altoperuano Santa Cruz en la fórmula más propicia para nuestro destino que se presentó en la época de la Emancipación y que hubiera resguardado la idea de un gran Perú.

Para ostentar la máxima categoría heroica de la libertad en el Perú, precisa por esto haber pertenecido al equipo glorioso y trunco de los precursores, haberse adherido al ideal de la libertad y haberle servido sin desmayo desde sus albores, haber comulgado plenamente con el espíritu de la Revolución en su máximo programa democrático y haber batallado en los campos de la Emancipa-

ción en las jornadas decisivas del triunfo. Estas tres categorías heroicas sólo se conjugan predestinadamente en nuestro suelo en la personalidad de José Faustino Sánchez Carrión. El es uno de los más auténticos precursores de la independencia en los trágicos momentos de incertidumbre y temor de la época de Abascal y de Pezuela, y su enseñanza preñada de rebeldía y de patriotismo de lúcida doctrina democrática, remueve los viejos cimientos del Colegio de San Carlos y aún se atreve a erigirse con dignidad de hombre libre ante el amo del Virreynato escudado en el ardor liberal de su entusiasmo doceañista. En el momento del estallido revolucionario, ideólogo trocado en hombre de acción, es el fustigador airado de la monarquía y de las supervivencias coloniales, que reta a Monteagudo y decide el destino republicano del Perú, de conformidad con el sino infalsificable de la Revolución que pretendían retardar los calculadores, los temerosos y los abúlicos. Y para rematar su acción gloriosa, es el abanderado del Perú junto a Bolívar, el Jefe del equipo masculino de los peruanos que prestan su ayuda al Héroe, tienen fe en la estrella bolivariana y la abnegación cívica necesaria para secundarle, hasta obtener el fin supremo de la libertad. En tal calidad es Ministro General de Bolívar durante la campaña libertadora, y el organizador de la victoria

No hay comentarios:

Publicar un comentario