sábado, 21 de agosto de 2010

EL DELIRIO BOLIVARIANO - Por: Raul Porras B.

Bolívar llegó a Lima el 1° de Setiembre de 1823 en pleno júbilo esperanzado del Congreso y de la ciudadanía después de los desastres sufridos en la etapa de la patria vieja. El comisionado para saludarle en nombre de la Representación Nacional, como el más ilustre orador del Congreso, ausente Sánchez Carrión, que venía con Bolívar de Guayaquil, es el diputado Pedemonte. Este cumplió su cometido lisonjeramente y ganó, seguramente por el encendido entusiasmo del augurio, la simpatía de Bolívar. Bolívar fue luego al recinto parlamentario y fue recibido con palabras balbuceantes por Figuerola: "Bolívar ¡El Presidente del Congreso del Perú únicamente os dice:


Patria, Patria, Patria!". En trance de efusión benévola, el Libertador elogió a Tagle que "habría él solo salvado a su patria si se la hubiese confiado este glorioso empeño"; y ensanchando su espíritu dijo: "Cuento también con los talentos y virtudes de todos los peruanos". Breve y rotundamente prometió en seguida la victoria, la moderación, la generosidad. El ardor sincero del héroe conmovió a todos y el diputado Pedemonte, "arrebatado de entusiasmo" -dice el Acta-- exclamó: "Señor: el verdadero día de nuestra libertad ha llegado. Si el ilustre libertador de Colombia nos engaña, renunciemos para siempre el tratar con los hombres".

Mientras Bolívar liquida a Riva Agüero en Trujillo, el Congreso termina la obra de la Constitución, que se promulga el 12 de Noviembre de 1823. Esta fue entregada al Presidente Tagle el día anterior por una comisión que integraron don Toribio Rodríguez de Mendoza, Pedemonte, Ferreyros, Andueza, Quesada y Muelle. La presencia de Bolívar la iba a hacer inútil.

La prisión de Riva Agüero, su presunta traición, el fortalecimiento de los españoles en la sierra y la entrega de los castillos del Callao a los realistas, envenenan el ambiente limeño. Bolívar parte al Norte para organizar su ejército, adivinando el plan estratégico de la victoria. Es un momento de desfallecimiento, de acritud en los ánimos, de fe únicamente en Bolívar, por un pequeño grupo de obstinados, el breve equipo de apóstoles que cree cuando todo está perdido. El Perú --decía Mariátegui, en una de las sesiones del Congreso, algunos meses antes- es una nave sin timón sin piloto, combatida de todas partes por vientos contrarios".

La hazaña descomunal de Bolívar es vencer esos obstáculos. "Yo soy el hombre de las dificultades", dijo entonces, pero lo fue sobre todo al derrotar a los incrédulos. Por eso adquiere tanta importancia la adhesión ciega, absurda acaso e hipnótica, de los pocos peruanos que siguieron a Bolívar incondicionalmente, como él lo requería y era su modo genial, porque sin ellos, sin ese minúsculo apostolado, la empresa de la libertad se hubiera convertido en la descabellada invasión de un poder extraño en el Perú satisfecho de su destino. Para ello fue preciso doblegar el orgullo, soportar los caprichos y la altanería del héroe, su desdén por todos los auxiliares, su colombianismo ofensivo, sus dicterios e injurias y sus espasmódicos actos de generosidad o de terror.

El año de 1824 es, acaso, el período en que el frenesí de poder y de mando, de acometividad arrolladora frente al infortunio, del afiebrado caudillo de Pativilca llega a su clímax. Bolívar que tan nobles y generosos elogios sabía escoger para sus colaboradores, Sucre, O'Leary o Córdova, estalla en befas y sarcasmos para quienes no sean colombianos.

Descarga su ira contra Buenos Aires "republiqueta que no sabe sino maldecir e insultar"; y dice de Chile "que no ha hecho sino engañarnos sin servirnos un clavo, su conducta es de Guinea". Del Perú afirma que se halla bajo la influencia de un "astro intrigador", desde los Pizarros y Almagros, hasta los La Sernas y Pezuelas, y que "no hay un hombre bueno, si no es inútil para todo y el que vale es como una legión de diablos". En este desamparo sólo confía en los suyos, como en seres predestinados o superiores. Al decir que ha encargado el gobierno a sus más tenaces colaboradores peruanos, escribe desdeñosa e ingratamente: "El servicio será más o menos como antes, pero con menos rapidez, porque estos señores no son del temple de los colombianos". Un oficial inglés que visitó el campamento de Bolívar, se admiró de las expresiones injuriosas de éste para los peruanos, estando ellos presentes. Y en sus cartas los llama, entre otros epítetos, "esos señorones", a más de traidores o cobardes. Era además el momento decisivo de la contienda y Bolívar sentía el imperativo estratégico de una política implacable a base del terror. A Sucre le escribía, el 8 de Febrero de 1824, desde Pativilca: "La guerra es alimento del despotismo y no se hace por el amor de Dios. No ahorre usted nada por hacer: muestre usted un carácter terrible, inexorable". Y el 13 del mismo mes: "Yo me voy a Trujillo a declarar la Ley Marcial. No tengo

confianza si no es en los nuestros y haga usted otro tanto". Los fusilamientos estaban a la orden del día. "Que lo afusilen", decía él mismo sarcásticamente; era la voz más usual del mundo. Y Vicuña Mackenna apunta que Bolívar en un solo día fusilaba más personas que cuantas murieron en las batallas del General San Martín. A Salom le escribía por la misma época: "Se compondrá todo con la receta de las orejas de plomo y los cuatro adarmes de pólvora que estoy propinando para aliviar a la patria de la apoplejía de los traidores que tiene". "Trate Ud. al pueblo de Quito muy bien; pero al que caiga en alguna culpa capital, fusílelo Ud. La orden del día es el terror". La única consigna en tal estado trepidante, para propios y extraños, era la absoluta entrega al destino iluminado del héroe. "Se obedece ciegamente lo que mando", comunica a Sucre su General en Jefe. Y cuando reemplaza a Heres por Pérez, dice satisfecho: "Es un hombre que hará lo que yo lc mande". '

Había, aparte de la cooperación leal, absoluta y sin dobleces, una puerta falsa para ganar la estimación del héroe; y fue la que muchos franquearon con éxito diverso, esta era la lisonja, a la que Bolívar, ególatra de instinto, prestó siempre oídos gratos. En el Perú compitieron colombianos, peruanos y extranjeros de todas clases, en adular a Bolívar. No podría discernirse quién sería digno de ganar el campeonato de la cortesanía áulica en los salones apenas abandonados del Virrey, si no existiera la arenga de Choquehuanca, flor de la hipérbole colonial. Las comparaciones clásicas y heroicas llegaron al máximo. Tudela, uno de los republicanos más cautos y moderados, escribió:: "Para reemplazar a Filipo fue necesario un Alejandro... ¿Quién se atreve a reemplazar en Colombia al gran Bolívar?". Vidaurre, hidrópico de citas, le escribe en Mayo de 1824: "Ella --mi imaginación-- me presenta a V. E. a cada instante, elevado en un templo en que sirven de gradas los Aníbales, Escipiones, Farnesios y Turennes. Yo veo disputar a V. E. el vértice a Guillermo Tell y Washington, y ellos ceder y poner su gloria en admirar a V. E.'". Pando escribe con su impertérrita arrogancia: "El único genio que concedió la Providencia a este continente". Olmedo llena la copa de miel --dice: "Si Bolívar hubiera escrito versos, se habría elevado al nivel de Píndaro". Hay otros caudillos republicanos cuyas cartas parecen entresacadas de epistolarios de enamorados o de novelas románticas. Larrea y Loredo confiesa a Bolívar que al separarse de él en el Callao "se fue a Lima arrasado en lágrimas y casi enajenado de todos mis sentidos". "Yo no he sentido en mi vida – dice-- un dolor más vivo y penetrante que la noche fatal. . . ". Gamarra, el tosco caudillo cuzqueño, dice a Bolívar: "Su carta que he besado muchas veces". Y La Fuente: "En Arequipa no tiene V. E. apasionados, sino adoradores"; y en otra ocasión amenaza con el suicidio: "Al recelar que V. E. me apeare su estimación, ¿qué clase de muerte no sería preferible?". Y se llegó aún a la apostasía democrática. La Fuente dice, en carta a Bolívar, que si éste se va del Perú, habría "que maldecir la victoria de Ayacucho y confesar que la suerte. del Perú era mayor bajo el predominio español". Santa Cruz, Jefe de Estado Mayor, le declara: "No quiero dar en mi vida un paso que le desagrade". Larrea se suscribe, olvidado de la Constitución: "Su apasionado súbdito". Y Gamarra, en pleno delirio vitalicio, escribe: "No hay otra cosa que hacer: o Bolívar, o nadie". Y el propio Luna Pizarro, cabeza de la oposición liberal, no puede eludir el ditirambo áulico y le escribe en Octubre de 1825: "¿Quiere V. E. desamparar a sus hijos, a esta nueva patria que lo aclamó padre, hijo primogénito, su honor, su consuelo, su piedra fundamental?". Sánchez Carrión hace también profuso gasto de estas lisonjas efusivas, entre cortesanas y románticas; y le dice a Bolívar: "Me parece que me muero sin tener el gusto de verlo" y en otra ocasión le habla de su "ciega obediencia". Pero este lenguaje de Sánchez Carrión, tiene en su caso como en el de Unanue, una compensación honorable. En sus cartas a Santander, de colombiano a colombiano, de los únicos que habla bien es de Unanue y Sánchez Carrión. "El señor Carrión tiene talento, probidad y un patriotismo sin límites", escribe el 23 de Febrero, un mes después de la muerte de Monteagudo.

¿Quién perdía o quién ganaba al fin, en este juego aleve y burdo, bruscamente contradicho por ambas partes a muy corto plazo? Probablemente Bolívar desdeñó muchas veces tales aplausos, la mayor parte interesados o venales, pero los peruanos que los usaron, sincera o taimadamente, sabían bien para el logro de sus fines particulares o patrióticos, que ese era el talón de Aquiles del héroe.

Era necesaria esta digresión para explicar el grado de sacrificio de los colaboradores peruanos de Bolívar, y también para borrar el estigma de servilismo que generalmente se echa sobre ellos. En realidad, soportaron y padecieron las más graves angustias e injurias por su desesperada obsesión de patria. Bolívar traía en sus manos la tea quemante de la Libertad, y había que chamuscarse para acercarse a ella. Fueron muy pocos los estoicos que padecieron y se gloriaron al mismo tiempo de la amistad de Bolívar. El mismo lo dice, en carta a Santander: "Quince o veinte individuos en el Perú están con nosotros: todos los demás se han quedado con el enemigo, más de desesperados que de godos; pues como aquí ni se ha visto milagros sino desastres, pocos creen en nuestros portentos". Entre los creyentes peruanos de Bolívar, estuvieron desde la primera hora en lugar preeminente, Sánchez Carrión, Unanue, Larrea y Laredo y Pedemonte. Ellos hicieron posible la libertad del Perú.

1 comentario:

  1. Es correcto afirmar que la presencia de Bolívar hizo inútil la carta del 23, y que ésta haría luego inútil la constitución bolivariana del 26, con su proyecto de presidencia vitalicia, declarada nula y sin valor legal por haber sido aprobada en trasgresión de los arts. 191 y 192 de nuestra primera constitución republicana

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